Preliminar
En nombre de Dios, uno mismo en esencia y en personas
trío, paso a narrar la historia de la muerte de nuestro padre, el santo anciano
José el Carpintero. Protéjannos a todos, hermanos míos, su bendición y sus
plegarias. Amén.
Ciento once años fue el total de los días de su vida, y
su salida del mundo aconteció el 26 del mes de ab ib (Primavera).
Su plegaria nos proteja. Amén.
Nuestro Señor Jesucristo contó esto a sus virtuosos
discípulos, en el monte de los Olivos, y también les contó la vida de José en
el mundo, y la forma en que terminaron sus días. Los apóstoles guardaron tan
santos discursos, los escribieron y los depositaron en la Biblioteca de
Jerusalén. Su plegaria nos proteja. Amén.
I. Jesús habla a sus discípulos.
Cierto día,
Jesucristo, nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Salvador, se sentó junto con
sus discípulos, que se habían reunido cerca de él, en el monte de los Olivos, y
les dijo: Mis hermanos y amigos, hijos del Padre que los ha elegido de entre
todo el mundo, ustedes saben que, en varias ocasiones, les he anunciado que
debo ser crucificado y morir por la salvación de Adán y de su descendencia, y
resucitar de entre los muertos. Yo les encomendaré la predicación del Santo
Evangelio que propaga la buena nueva, para que la den a conocer al mundo. Y los
llenaré de la fuerza de lo alto, y les imbuiré del Espíritu Santo. Anunciarán a
todos los pueblos la penitencia y el perdón de los pecados. Porque un solo vaso
de agua que el hombre encuentre en el otro mundo será más valioso que todos los
tesoros de este mundo. Y el espacio que ocupa un pie en el reino de mi Padre
vale más que todas las riquezas de la Tierra. Y una sola hora de júbilo de
los justos es mejor que mil años de los
pecadores, porque los lamentos y las lágrimas de éstos jamás terminarán, ni se
detendrán nunca. Y jamás encontrarán descanso, ni consuelo.
Y ahora ¡oh,
mis nobles miembros!, cuando se pongan en camino, prediquen a todos los
pueblos, denles la buena nueva, y díganles que el Salvador los pesará en una
balanza justa, y con un peso exacto, y que deberán defenderse y de contestar
por ellos mismos el día del juicio, cuando el Salvador les pida el recuento de
cada palabra.
Y tendrán
que darlo. Y, así como a nadie olvida la muerte, de la misma manera el día del
juicio enseñará las acciones de todos, buenas o malas. Y, de acuerdo a lo
que les he dicho, no se enaltezca el
fuerte de su fuerza, ni el rico de su riqueza, sino que quien quiera
glorificarse se glorifique en el Señor.
Había un
hombre llamado José, que era natal del pueblo de Betthlehem, ciudad de Judá y
del rey David. Estaba muy instruido en las ciencias, y fue sacerdote en el
templo del Señor. Practicaba el oficio de carpintero. Contrajo matrimonio, de
acuerdo al ejemplo de todos los hombres, y procreó hijos e hijas, cuatro
varones y dos mujeres. He aquí sus nombres: Judas, Justo, Jacobo y Simón.
Las dos
hijas se llamaban: Asia y Lidia. Y la esposa de José, el justo, quien ensalzaba
a Dios en todos sus actos, falleció. Y José, el justo, fue esposo de María, mi
madre. Y partió, con sus hijos, para realizar un trabajo acorde a su oficio de
carpintero.
III. Presentación de María en el templo
Cuando quedó
viudo José el justo, María, mi madre, casta y bendita, acababa de cumplir los
doce años. Sus padres la llevaron al templo del Señor, cuando apenas tenía tres
años, y permaneció en el templo oros nueve. Y los sacerdotes, al ver que la
virgen santa y temerosa de Dios había
crecido, dijeron: “Busquemos a un hombre justo y temeroso de Dios para
encomendarle a María hasta el momento en que deba casarse, para que no le
suceda en el templo lo que pasa a todas las mujeres, y Dios no se moleste
contra nosotros”.
IV. Segundo matrimonio de José
Entonces
enviaron mensajeros y convocaron a los doce ancianos de la tribu de Judá, que
escribieron los nombres de las doce tribus de Israel. Y la suerte tocó al viejo
bendito, José el justo. Y los sacerdotes dijeron a mi madre bendita: “Vete con
José, y vive con él hasta el momento de tu matrimonio”. Y José el justo llevó a
mi madre a su morada. Y mi madre encontró a Jacobo de corta edad, abandonado y
triste como huérfano que era, y ella lo educó, y por eso fue llamada María
madre de Jacobo. Y José la dejó en su casa, y partió para el sitio en que
desempeñaba su oficio de carpintero.
V. María, encinta. José sospecha de ella
Y, cuando la
virgen pura hubo pasado dos años entero en su casa, desde el momento en que se
la había llevado a ella, yo vine al mundo de mi propio grado, y, por la
voluntad de mi padre y designio del Espíritu Santo, encarné en María por un
misterio que excede de la comprensión de las criaturas. Y, cuando
transcurrieron tres meses de su embarazo, y encontró encinta a la virgen mi
madre. Y tuvo gran turbación, y pensó despedirla secretamente. Y, por efecto de
su temor, de su disgusto y de su angustia de corazón, no comió ni bebió aquel
día.
VI. Aviso del ángel a José
Y, en medio
del día, el santo arcángel Gabriel se le apareció en sueños, por orden de mi
Padre, y dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa,
porque está encinta por obra del
Espíritu Santo. Parirá un hijo cuyo nombre será Jesús. Y él llevará a pacer a todos los pueblos con un
cetro de hierro”. El ángel lo abandonó y José se levantó de su sueño. E hizo
como el ángel le había ordenado y María vivió con él.
VII. Natividad de Jesús
Por aquellos
días, el emperador Augusto César dictó un decreto, que ordenaba se empadronase
la población del mundo entero, y que cada cual lo hiciese en su ciudad natal.
José, el viejo justo, tomó a María, y se dirigió a Bethlehem, porque el tiempo
del alumbramiento estaba próximo. Inscribio su nombre en el registro así:
“José, hijo de David, y María, su esposa, que son de la tribu de Judá”. Y
María, mi madre, me puso en el mundo en Bethlehem, en una gruta cercana a la
tumba de Raquel, esposa de Jacobo, el patriarca, y que era madre de José y de Benjamín.
VIII. Huida a Egipto
Y he aquí
que Satán corrió a advertir a Herodes el Grande, padre de Arquelao. (Este
Herodes es quien hizo decapitar a Juan, mi amigo y mi deudo.) Y Herodes ordenó
que me buscasen, pensando que mi reino era de este mundo. José, el buen viejo,
fue advertido en sueños. Y se levantó y tomó a María, mi madre, en cuyos brazos
yo iba, y los acompañaba Salomé. Partió para Egipto, donde pasó un año entero,
Hasta que hubo cesado la cólera de Herodes. El cual murió de la peor muerte,
por haber vertido la sangre de los niños inocentes, que tiránicamente mandó
degollar, sin que hubiesen cometido falta alguna.
IX. Vuelta a Nazarethh
Y cuando
aquel pérfido e impío Herodes hubo muerto, volvieron a la tierra de Israel y se
establecieron en una ciudad de Galilea que se llama Nazareth. Y José, el viejo
bendito, ejercía la profesión de carpintero. Vivía del trabajo de sus manos,
como prescribe la ley de Moisés, y nunca comió gratis el pan ganado por otro.
X. Vejez de José
Y el viejo
llegó a la extrema ancianidad. Más su cuerpo no se debilitó, su vista no se
alteró, sus dientes no se pudrieron, su razón no se conturbó lo más mínimo. Era
como un joven vigoroso, y sus miembros estaban libres de enfermedad. Y el total
de su edad fue de ciento once años.
XI. Vida en Nazareth
Justo y
Simón, los hijos de José, se casaron, y fueron a habitar ssus moradas.
Igualmente se casaron las dos hijas y fueron a habitar sus moradas. Quedaron,
en la mansión de José, Judas, el pequeño Jacobo, y mi madre María. Yo quedé con
ellos, como uno de sus hijos, y cumplí lo que forma la vida, menos el pecado.
Llamaba a María “mi madre” y a José “mi padre”. Los obedecía sin falta en
cuanto me ordenaban, como han hecho todos los nacidos. Nunca les repliqué, ni
los contradije, sino que los amaba como a las niñas de mis ojos.
XII. La muerte ronda de cerca a José
Y se acercó
el momento en que el santo viejo debía pasar de este mundo al otro, como todos
los nacidos. Su cuerpo se debilitó y un ángel le advirtió que iba a entrar en
el reposo eterno. Y sintió gran turbación y miedo en su alma. Y se fue a Jerusalén,
y entró en el templo del Señor, y ante el santuario oró en estos términos:
“¡Oh Dios,
padre de todo consuelo, Dios de bondad, dueño de toda carne, Dios de mi alma,
de mi espíritu y de mi cuerpo, yo te imploro, oh, mi Señor y mi Dios! Si mis
días son cumplidos, y si mi salida de este mundo está próxima, envíame al
poderoso Miguel, el jefe de tus santos ángeles, para que esté cerca de mí,
hasta que mi pobre alma salga de mi cuerpo miserable sin pena, ni dolor, ni conmoción.
Porque un lóbrego temor y un violento disgusto se abaten, en el día de la
muerte, sobre todos los cuerpos, sobre hombres, mujeres, bestias de carga,
bestias salvajes, reptiles o volátiles, sobre toda criatura animada de un soplo
de vida que hay bajo el cielo. Y sufren pavor, miedo, angustia y fatiga en el
momento en que sus almas abandonan sus cuerpos. Y ahora ¡oh mi Señor y mi Dios!
esté tu ángel junto a mi alma y mi cuerpo, hasta que se separen uno de otro. No
me vuelva el rostro el ángel que me custodia desde que fui creado, sino vaya
conmigo por el camino hasta que yo esté cerca de ti. Séame su rostro afable y
alegre, y acompáñeme en paz. No dejes que aquellos cuya faz es multiforme se
aproximen a mí en los puntos que yo recorra, hasta que llegue en paz junto a ti. No dejes que
quienes guardan tus puertas prohíban la entrada a mi alma. No me confundas ante
tu tribunal terrible. No se acerquen a mí las bestias feroces. No se anegue mi
alma en las olas del río de fuego que toda alma debe atravesar antes de
percibir la divinidad de tu majestad, ¡oh Dios, justo juez, que juzgas a la
humanidad con equidad y con rectitud, y que das a cada uno según sus obras! Y
ahora, ¡oh, mi dueño y mi Dios!, préstame tu gracia, alumbra mi camino hacia
ti, fuente abundante de todo bien y de toda grandeza para la eternidad. Amén”.
XIV. José cae enfermo
En seguida
volvió a su casa, de la villa de Nazareth. Y cayó enfermo para morir, según es
ley impuesta a todo hombre. Y fue tan oprimido por el mal, que nunca, desde que
vino al mundo había estado más enfermo. He aquí la cuenta exacta de los estados
de vida de José, el justo. Vivió cuarenta años antes de casarse. Su mujer
estuvo bajo su protección cuarenta y nueve años, hasta que murió. Un año
después de su muerte, le fue confiada mi madre, la casta María, por los
sacerdotes, para que la guardase hasta el tiempo de su matrimonio. Vivió en su
casa dos años, y durante el tercero, a los quince de su edad, me puso en el
mundo por un misterio que ninguna criatura puede saber, no siendo yo, y mi
Padre, y el Espíritu Santo, que existen en mí, en la unidad.
XV. Postración material y moral de José
El total de
la vida de mi padre, el buen viejo, fue de ciento once años, según las órdenes
de mi Padre. Y el día en que su alma dejó su cuerpo fue el 26 del mes de abib. El oro fino comenzó a
transmutarse, y a alterarse la plata pura, quiero decir, su razón y su
sabiduría. Olvidó el beber y el comer. Y
se desvaneció, y le fue indiferente el conocimiento de su arte de carpintero.
Cuando acababa de apuntar la aurora del día 26
del mes de abib, el alma del justo viejo José se agitó, según estaba él
en su lecho. Abrió la boca, gimió, golpeó sus manos y gritó a gran voz:
XVI. Imprecaciones del patriarca
“¡Malhaya el
día en que vine al mundo! ¡Malhaya las entrañas que me concibieron! ¡Malhayan
los pechos que me amamantaron! ¡Malhaya las piernas en que me apoyé! ¡Malhayan
las manos que me han conducido hasta que fui mayor, porque he sido concebido en
la iniquidad, y mi madre me ha deseado en el pecado! ¡Malhayan mi lengua y mis labios que han proferido la calumnia,
la detracción, la mentira, el error, la impostura, el fraude, la hipocresía!
¡Malhayan mis ojos, que han visto el escándalo! ¡Malhayan mis oídos, que han
gustado de oír la maledicencia! ¡Malhayan mis manos, que han tomado lo que no
era legítimamente suyo! ¡Malhayan mi vientre, que ha comido lo que no era
lícito comer! ¡Malhayan mi garganta, que como fuego, devora cuanto halla!
¡Malhayan mis pies, que han ido por caminos que no eran los de Dios! ¡Malhayan
mi cuerpo y mi triste alma, que se han apartado del Dios que los creó! ¿Y qué
haré cuando parta para el lugar en que comparecerá ante el juez justo, que me
reprochará todas las obras perversas que he acumulado durante mi juventud?
¡Malhaya todo hombre que muere en el pecado! En verdad, esta hora es terrible,
la misma que se abatió sobre mi padre Jacobo, cuando su alma se separó de su
cuerpo, y he aquí que se abate hoy sobre mí, desgraciado yo. Pero aquel que
gobierna mi alma y mi cuerpo es Dios, cuya voluntad se cumple en ellos”.
XVII. Plegaria de José a Jesús
Así habló
José, el piadoso anciano. Y yo fui a él y hallé su alma muy turbada y puesta en
extrema angustia. Y le dije: “Salud, ¡oh, mi padre José, el hombre justo! ¿Cómo
te encuentras?” Y dijo él: “Salud a ti muchas veces, ¡oh, mi querido hijo! He
aquí que los dolores de la muerte me han rodeado. Mas mi alma se ha apaciguado,
al oír tu voz, ¡oh, mi defensor Jesús! ¡Jesús, Salvador mío! ¡Jesús, refugio de
mi alma! ¡Jesús, mi protector! ¡Jesús, nombre dulce a mi boca y a la boca de
aquellos que lo aman! Ojo que ves y oído que oyes, atiende a tu servidor, que
se humilla y llora ante ti! Tú eres mi dueño, como el ángel me ha dicho muchas
veces, y sobre todo el día en que mi corazón dudaba, con malos pensamientos, de
la pura y bendita Virgen María, cuando ella concibió y yo pensé en repudiarla
secretamente. Y cuando pensaba así, he aquí que los ángeles del Señor se me
aparecieron por un misterio oculto, diciéndome: ‘José, hijo de David, no temas
recibir a María tu esposa, no te disgustes, ni pronuncies sobre su embarazo una
palabra desentonada, que ella está encinta por obra del Espíritu Santo, y
pondrá en el mundo un hijo, cuyo nombre será Jesús. Y salvará a su pueblo de
sus pecados’. No me tengas rencor por eso, Señor, porque yo no conocía el
misterio de tu nacimiento. Yo recuerdo, Señor, el día en que la serpiente
mordió a aquel niño, que murió por efecto de ello. Los suyos querían entregarte
a Herodes, y decían: ‘Eres tú quien lo has matado’. Y tú lo resucitaste de entre los muertos. Y yo fui, y
tomé tu mano, y dije: ‘Hijo, ten cuidado’. Y tú me respondiste: ‘¿No eres mi
padre según la carne? Ya te enseñaré quien soy yo’. No te irrites ahora, mi
Señor y mi Dios, contra mí a causa de aquel momento. No me juzgues, pues soy tu
esclavo y el hijo de tu servidor. Tú eres mi Señor y mi Dios, mi Salvador y el
Hijo de Dios verdadero”.
XVIII. Congojas de María
Así habló mi
padre José, y no tenía fuerza para llorar. Y vi que la muerte se apoderaba de
él. Mi madre, la virgen pura, se levantó, se acercó, y me dijo: “¡Hijo querido,
va, pues, a morir el piadoso viejo José!” Yo le dije: “¡Oh, madre querida,
todas las criaturas nacidas en este mundo han de morir, porque la muerte está
impuesta a todo el género humano! Tú misma, virgen y madre mía, morirás, como
todos. Pero tu muerte, como la de este piadoso anciano, no será muerte, sino
vida perpetua para la eternidad. Yo también es preciso que muera, en este
cuerpo que he tomado de ti. Mas, álzate ¡oh mi madre purísima!, y vete cerca de
José, el viejo bendito, para ver lo que ocurre durante su ascensión”.
XIX. Jesús conforta a su madre
María, mi
madre purísima, fue adonde estaba José, mientras yo me sentaba a sus pies. Lo
miré, y vi que los signos de la muerte habían aparecido sobre su rostro. El
anciano bendito alzó la cabeza, y me
miró fijamente. No podía hablar, por los dolores de la muerte, que lo
rodeaban. Pero gemía mucho. Le tuve las manos durante una hora…, mientras me
miraba y me hacía señas de que no lo abandonase. Puse mi mano en su corazón, y
encontré que su alma estaba próxima a su palacio, y que se preparaba a
abandonar su cuerpo.
XX. Duelo de los hijos de José
Cuando mi
madre, la Virgen, me vio tocar su cuerpo, le tocó ella los pies, y los halló ya
muerto y sin calor. Y me dijo:”¡Oh hijo querido, he aquí que sus pies están
fríos como la nieve!” Y llamó a los hijos e hijas de José y les dijo: “Venid
todos, porque su hora ha llegado”. Asia, hija de José, respondió diciendo:
“¡Malhaya yo, hermanos míos! Es la enfermedad de mi madre querida”. Clamó y
lloró, y todos los hijos de José lloraron. Y yo y mi madre María lloramos con
ellos.
XXI. Visión de la muerte
Y miré hacia
el mediodía y vi a la muerte, seguida del infierno, y de las milicias que lo
acompañan, y de sus acólitos. Sus vestidos, sus rostros y sus bocas arrojaban
llamas. Cuando mi padre José los vio avanzar hacia sí, sus ojos se
humedecieron, y en este momento gimió mucho. Y, al oírlo yo suspirar tanto,
rechacé a la muerte y a los servidores que la acompañaban, y clamé a mi buen
Padre, diciéndole:
XXII. Oración de Jesús
“¡Oh Señor
de toda clemencia, ojo que ve y oído que oye, escucha mi clamor y mi demanda
por el buen anciano José, y envía a Miguel, jefe de tus ángeles, y a Gabriel,
mensajero de la luz, y a todos los ejércitos de tus ángeles y a sus coros, para que acompañen
hasta ti el alma de mi padre José. Es la hora en que mi padre necesita
misericordia”. Y yo les digo, mis discípulos, que todos los santos, y cuantos
nacen en este mundo, justos o pecadores, deben por precisión pasar por el
trance de la muerte.
XXIII. Llegada de dos ángeles a la habitación mortuoria
Miguel y
Gabriel llegaron al alma de mi padre José. La tomaron y la envolvieron en un
hábito luminoso. Y él entregó el alma en manos de mi buen Padre, que le dio la
salvación y la paz. Y ninguno de los hijos de José notó que había muerto. Los
ángeles guardaron su alma contra los demonios de las tinieblas, que estaban en
el camino. Y los ángeles loaron a Dios hasta que hubieron conducido a José a la
mansión de los justos.
XXIV. Jesús cierra los ojos al muerto
Y su cuerpo
quedó yacente y frío. Posé mi mano en sus ojos, y los cerré. Y cerré su boca, y
dije a María, la Virgen: “¡Oh madre mía! ¿Y dónde está la profesión que ejerció
tanto tiempo? Ha pasado como si nunca hubiese existido”. Y, cuando sus hijos me
oyeron hablar así con mi madre, comprendieron que José había muerto, y clamaron
y sollozaron. Mas yo les dije: “La muerte de nuestro padre no es muerte, sino
vida eterna, porque lo ha separado de los trabajos de este mundo, y lo ha
llevado al reposo que dura siempre”. Y, al oír esto, sus hijos desgarraron sus
vestiduras y rompieron a llorar.
XXV. Los habitantes de Galilea lloran al patriarca
Y he aquí
que el pueblo de Nazareth y de Galilea oyó los gritos, y acudió, y lloró desde
la hora de tercia hasta la nona. Y a la
de nona cada uno se fue a su hogar. Y llevaron el cuerpo, después de
embalsamarlo con costosos perfumes. Y yo imploré a mi Padre con la plegaria de
los habitantes del cielo, esa plegaria
que escribí con mi mano antes de ser concebido en el seno de la Virgen, mi
madre. Y, cuando hube acabado , y dicho
el amén, vinieron ángeles en gran
número. Y dije a dos de ellos que envolvieran en un manto luminoso el cuerpo de
José, el anciano bendito.
XXVI. Institución de la festividad de José
Y le dije:
“La fetidez de la muerte no tendrá poder
sobre ti. Ni miasmas ni gusanos saldrán
jamás de tu cuerpo. Ni uno solo de tus huesos se quebrantará. Ni un cabello de
tu cabeza se alterará. Nada de tu cuerpo perecerá, ¡oh mi padre José!, sino que
permanecerá intacto hasta los mil años. A todo hombre que piense hacerte una
oferta el día de tu conmemoración lo bendecirá, y lo indemnizaré en la
congregación de los primogénitos que están alistados en los cielos: Quien en tu
nombre nutra con el trabajo de sus manos a los pobres, y a las viudas, y a los
huérfanos, en el día de tu conmemoración, no carecerá de nada en ningún día de
su vida. A quien en tu nombre dé a beber un vaso de agua o de vino a una viuda
o a un huérfano, yo te lo entregaré, para que tú lo introduzcas en el banquete
de los mil años. Todo el que pensara en hacer una ofrenda el día de tu
conmemoración, será bendito por mí, y le daré 30, 60 y 100 por uno. El que
escriba tu historia, tus trabajos y tu partida de este mundo y el discurso que
ha salido de mi boca, yo te lo daré en este mundo. Y, cuando su alma salga de
su cuerpo, y deje este mundo, yo quemaré el libro de sus pecados, y no lo
pondré en tortura el día del juicio. Y atravesará sin dolor ni fatiga el mar de
fuego. Y lo que debe hacer todo hombre pobre que no pueda hacer lo que he
indicado es, si le nace un hijo, que lo llame José, y no tendrá nunca en su
casa muerte súbita”.
XXVII. Funerales de José
Y los jefes
de la población vinieron adonde estaba el cuerpo de José, el viejo bendito.
Llevaban lienzos, y quisieron amortajarlo, como es costumbre entre los judíos,
pero hallaron hecho su amortajamiento, y cuando quisieron desenvolverlo,
hallaron que la mortaja le estaba adherida como con hierro, y no encontraron
extremos en el lienzo. Luego lo llevaron a una caverna. Y abrieron la puerta,
para depositar su cuerpo junto al de sus padres. Y yo recordé el día en que
partió conmigo para Egipto, y los muchos trabajos que soportó por mi causa. Y
lloré sobre él largo tiempo e, inclinándome sobre su cuerpo, dije:
XXVIII. Misión de la muerte
“¡Oh muerte,
que aniquilas toda inteligencia, y que siembras tantas lágrimas y tantos
lamentos! ¡Es, no obstante, Dios, mi Padre, quien te ha dado ese poder! Por su
trasgresión, murieron Adán y Eva. Y la muerte no ha sido suprimida o eludida
por nadie. Y, sin embargo, no hace nada sin la orden del Padre. Hombres hubo
que vivieron novecientos años y murieron. Ni uno solo de ellos ha dicho: Yo no
he gustado la muerte. Porque el Señor no prepara a cada instante el castigo de
cada uno, sino una vez solamente. En esta hora, mi Padre la envía hacia el
hombre. Y, cuando se le acerca, considera la orden que le viene del cielo,
diciendo: la he acometido con ímpetu, y su alma será pronto arrastrada. Y se
apodera de esa alma y hace lo que quiere de ella. Y porque Adán transgredió el
mandato de mi Padre, mi Padre se irritó contra él, y lo condenó a muerte, y la
muerte entró en el mundo. Si Adán hubiese obedecido a mi Padre, la muerte no
hubiera nunca sido su destino. ¿Piensan que no hubiera yo podido pedir a mi
Padre, y que él no me enviaría un carro de fuego que llevase el cuerpo de mi
padre José al lugar de reposo, donde habitaría con los seres espirituales? Mas,
por la trasgresión de Adán, el trabajo y el dolor de la muerte han sido
decretados contra todo el género humano. Y por esta razón, preciso es que también
yo muera corporalmente, para que esos seres creados por mí alcancen
misericordia”.
XXIX. Adiós de Jesús a José
Cuando hube
dicho esto, abracé el cuerpo de mi padre José, y lloré sobre él. Y abrieron la
puerta del sepulcro y depositaron su cuerpo junto al de su padre, Jacobo. Y
entró en el reposo cuando acababa de cumplir su año ciento once. Ni un solo
diente de su boca había sufrido, su mirada no se alteró, su talle no se
encorvó, su fuerza no amenguó, sino que practicó su oficio hasta el día de su
muerte, que fue el 26 de abib .
XXX. Duda de los apóstoles
Y nosotros,
los apóstoles, después de haber oído a nuestro Salvador, nos regocijamos, y lo
adoramos, diciendo: “¡Oh Salvador nuestro, concédenos tu gracia! Acabamos de
oír la palabra de vida, pero nos sorprende que, habiéndose dado a Enoch y a
Elías el don de no morir, y de habitar hasta ahora en la mansión de los justos,
sin que sus cuerpos sufran corrupción, al anciano José, el carpintero, tu padre
carnal, de quien nos ha dicho que refiramos su tránsito al otro mundo, cuando
prediquemos el Evangelio a los pueblos;
que le dediquemos cada año un día de fiesta santificada; que incurriremos en
falta, si ponemos o quitamos la menor tilde a tu narración; y que, el día de tu
nacimiento en Bethlehem, te llamó hijo suyo: nos sorprende, repetimos, que a
tan sublime varón no lo hayas hecho inmortal como a aquellos otros dos,
afirmando, como afirmas, que era un justo y un elegido, al mismo tenor que
ellos”.
XXXI. Ley universal de la muerte
Mas nuestro
Señor repuso: “La profecía de mi Padre se cumplió en Adán por su desobediencia.
Y la voluntad de mi Padre se realiza en cuanto le place. Ahora bien: cuando el
hombre desatiende el mandato de Dios y sigue las obras de Satanás, cometiendo
pecado, si su vida se prolonga, es con la esperanza de que se arrepienta, y
aprenda que debe caer en las garras de la muerte. Y, si se prolonga la vida de
un hombre bueno, los hechos de su vejez se hacen notorios y los demás hombres
buenos los imitan. Si ven a un hombre irascible, sepan que sus días serán
abreviados. Con relación a aquellos que son llevados en lo mejor de sus días,
todas las profecías de mi Padre dominan a los hijos de los hombres hasta que se
cumplen puntualmente. Y, en lo que concierne a Enoch y a Elías, como viven
hasta ahora en el cuerpo en que nacieron, y como, por otra parte, mi padre José
no ha quedado como ellos conservando cuerpo, yo les contesto que el hombre,
aunque viva miríadas de años, debe morir. Y yo os digo, hermanos míos, que
aquéllos, al fin de los tiempos, al llegar el día de la conmoción, la turbación
y la angustia, vendrán al mundo y morirán. Porque el Anticristo matará a los
cuatro hombres y verterá su sangre como un vaso de agua, a causa de la
vergüenza que le causaron, cubriéndolos públicamente de confusión”.
XXXIII. Anuncio de los tiempos últimos
Y dijimos:
“¡Oh Señor, nuestro Salvador y nuestro Dios! ¿Y quiénes son esos cuatro que
habéis dicho que el Anticristo matará por sus reproches?” Y dijo el Salvador: “Son Enoch, Elías, Sila y
Tabitha”. Y, cuando hubimos oído este discurso del Salvador, nos regocijamos,
nos exaltamos, y dirigimos todas nuestras alabanzas y todas nuestras acciones
de gracias a nuestro Señor, a nuestro Dios y a nuestro Salvador Jesucristo,
aquel a quien convienen la gloria, el honor, la dominación, la potencia y la
alabanza, y con él a su Padre supremamente bueno y al Espíritu Santo
vivificador, ahora y en todos los tiempos y por los siglos de los siglos. Amén.