En una sentencia pionera, dos adolescentes españolas son condenadas por el acoso a una compañera de colegio que se suicidó.
Ellos pensaban que sus hijos eran felices. O, bueno, si no felices, al menos no infelices. Pero demasiados amigos ya han descubierto últimamente que sus hijos sufren. Sufren mucho. Humillados, acosados, insultados y vejados por sus propios compañeros de colegio. Condenados a ser parias en un continuo espacio tiempo que no se acaba nunca: las redes sociales han terminado con las paredes de la clase.
A Luis su madre le vio una tarde unas marcas muy raras en el brazo, justo por encima de los codos, como si un animal le hubiera clavado las garras. No pasa nada, mamá, es que estaba nervioso por los exámenes. Lo mismo le decía María a su madre: son los nervios, mamá, son los nervios los que me hacen vomitar antes de ir al colegio, por eso en los análisis no sale nada, es que no estoy enferma, es que aprobar este curso me está costando mucho. Ismael, sin embargo, le dijo a la suya que el futbol le aburría, y que por eso ya no quería jugar más; prefería quedarse en casa haciendo los deberes.
Esos padres, amigos míos, descubrieron la verdad más tarde.
Descubrieron que Luis se hacía las marcas él mismo porque en un tic nervioso y autodefensivo se abrazaba desgarrándose la piel con las uñas. Que María vomitaba porque no sabía si esa mañana tendría que volver a encerrarse en el baño del colegio mientras un grupo de compañeras intentaba derribar la puerta. Y que a Ismael el balón le recuerda las humillaciones de sus compañeros de equipo, caraculo, gilipollas, eres un puto inútil. Siempre un líder. Siempre una víctima. Y siempre una clase entera que sigue al más fuerte.
Los padres de Luis encontraron ayuda y comprensión no sólo en el colegio, sino también en los padres del cabecilla de los acosadores. Pero, en el resto de casos, los niños han tenido que abandonar la escuela, e incluso cambiarse de barrio. Amigos nuevos. Una vida nueva, en blanco, sin pasado. Como si fueran el testigo protegido del más horrendo de los crímenes.Pero sólo son niños. Tan asustados que, a veces, la única salida que ven es el suicidio.
Como Carla, que se tiró de un acantilado de Gijón el 11 de abril de 2013. Tenía 14 años, pero no podía soportar más vivir en un mundo en el que los insultos eran diarios y no se acababan entre las paredes del colegio, sino que seguían en las redes sociales. Un mundo en el que varias chicas del colegio consideraban lo más gracioso del mundo tirarle por encima agua del wáter o compartir por la red caricaturas de un bicho bizco al que llamaban Carla. Un mundo en el que cada atrocidad era jaleada por el resto de los compañeros e ignorada por el centro.
Las dos cabecillas del grupo de acosadores, del colegio Santo Ángel de la Guarda, acaban de ser condenadas a cuatro meses de tareas socioeducativas, por un delito contra la integridad moral por acosar a la menor. Una sentencia que, para la madre de Carla se queda corta, pero que es todo un ejemplo de que el acoso no debe quedar impune. El siguiente paso, según los abogados de la madre, es actuar por vía civil contra el colegio, porque "ha quedado claro que el centro no tomó medidas contra ellas ni le comunicó la situación a sus padres”, le han contado a El País.
Los acosadores, los cabecillas de los acosadores, no son unos niños inocentes que actúan sin conocimiento. Son adolescentes que saben el daño que hacen y que se emborrachan del poder que esa violencia les otorga sobre el grupo que les jalea porque les teme. Padres, colegio y ley deben actuar contra ellos. Porque hacen que decenas de miles de niños vivan aterrorizados. Tanto, que algunos se quiten la vida.
Ghyslain Raza fue uno de los primeros adolescentes en ser acosado por la red. Hace once años Ghyslain estudiaba en un colegio de Canadá cuando sus compañeros le grabaron haciendo una torpe imitación de Star Wars. Su bailecito dio la vuelta al mundo propagado por internet (se calcula que lo han visto mil millones de personas). Raza cuenta que sus compañeros de escuela le animaban a suicidarse y que se “sentía como si mi vida no valiera nada”. Convertido en abogado, explica ahora lo que vivió para impedir más suicidios adolescentes. “Podéis salir de esto”, les anima.
Pueden sí, pero con ayuda. Con una escuela que quiera ver y que actúe. Con padres que estén atentos a las señales, pero, sobre todo, si los padres de los maltratadores dejan de mirar hacia otro lado, admiten lo que hacen sus pobres-queridos-hijos y ponen remedio. Un líder abusador no se hace de la noche a la mañana.